Colombia enfrenta una dura realidad: en varias regiones del país, los grupos armados ilegales manipulan al campesinado para confrontar y retener a las Fuerzas Armadas bajo la fachada de mítines o protestas. Estos actos no son simples expresiones sociales: son estrategias de odio y chantaje que ponen en riesgo la vida de los civiles y la estabilidad de la Nación. Atacar a un soldado es atacar a la República

La Constitución obliga al Estado a proteger la vida, la libertad y los derechos fundamentales de todos los colombianos. Pero esto no significa que la Fuerza Pública deba quedarse pasiva mientras los narcoterroristas convierten a las comunidades en escudos humanos. El principio de legítima defensa, reconocido en el Derecho Internacional Humanitario, respalda la acción del Estado cuando hay una amenaza real y grave.

Cuando una protesta es utilizada como blindaje para atacar, secuestrar o agredir a los soldados, la respuesta militar no es solo legítima: es necesaria y obligatoria. No se trata de reprimir al campesinado, sino de impedir que los insurgentes los manipulen y los expongan a la violencia. La verdadera violación a los derechos humanos la cometen quienes incitan al enfrentamiento y ponen en riesgo la vida de los civiles.

El llamado es a la unidad nacional. Las Fuerzas Armadas representan la soberanía y la institucionalidad del país, llegando a territorios donde nadie más puede estar. La sociedad civil debe respaldarlas, porque quien agrede a un soldado agrede a la República misma.

Los campesinos tienen derecho a vivir en paz, pero no pueden seguir siendo rehenes de grupos que les ofrecen falsas promesas y los usan como carne de cañón. Defender a las Fuerzas Armadas no es un asunto político: es un deber civilizatorio y un compromiso con la paz y la seguridad de Colombia.

¡Ni un paso atrás: paso de vencedores!