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Opinión

domingo, 17 agosto 2025

La palabra como arma: desafíos para la convivencia en colombia

Por: Ulpiano Manrique Plata

Buenos días Ciudadanos y Ciudadanas

En Colombia, la violencia no se limita a las balas ni a los fusiles: también se reproduce en el lenguaje. La muerte, recurrente en nuestra historia, suele llegar acompañada de discursos encendidos, de acusaciones mutuas y de narrativas que convierten el dolor en munición política. El reciente asesinato de Miguel Uribe Turbay ha evidenciado una vez más cómo el duelo colectivo es rápidamente instrumentalizado para alimentar la polarización. Antes de que los cuerpos sean velados, ya los bandos políticos convierten la tragedia en una trinchera desde la cual disparan palabras que hieren tanto como las armas.

Lo que está en juego en este contexto no es simplemente la estabilidad de un gobierno, sino la solidez del Estado mismo. Socavar la legitimidad de las instituciones bajo la idea de resistencia política puede tener consecuencias devastadoras: Un Estado debilitado abre paso a la anarquía, al caos y, en última instancia, a la muerte de inocentes.

Las Fuerzas Armadas constituyen el escudo de un país que enfrenta amenazas persistentes. Soldados, policías caen en emboscadas de grupos narcoterroristas en las zonas rurales, mientras en los entornos urbanos la violencia se expresa mediante extorsiones, robos, asesinatos selectivos y la sofisticación de las amenazas que, en muchos casos, se originan desde cárceles convertidas en centros de mando criminal.

En paralelo, los escenarios mediáticos, radio, televisión y redes sociales se han convertido en amplificadores de la confrontación. La información, lejos de cumplir siempre su función pedagógica y orientadora, en ocasiones se manipula para exacerbar emociones y profundizar divisiones. Así, los discursos políticos se centran menos en las soluciones estructurales que el país demanda y más en la oportunidad de desgastar al adversario, aunque ello signifique debilitar el tejido social.

La raíz de este fenómeno no puede reducirse a un enfrentamiento ideológico. Lo que predomina en gran medida son intereses particulares y luchas por cuotas de poder. Muchos partidos políticos han dejado de defender doctrinas o proyectos de nación, para dedicarse a administrar patrimonios o favores. En este mercado político, la verdad se vuelve relativa, moldeada según las conveniencias del momento.

Colombia necesita, por tanto, menos gritos y más memoria histórica. La violencia que hoy padecemos tiene hondas raíces: guerras civiles del siglo XIX, la violencia partidista del siglo XX, la prolongación del conflicto armado y la cultura de la venganza que ha acompañado a varias generaciones. Persistimos en resolver diferencias a través de la fuerza, perpetuando una adicción a la sangre del adversario.

 

No obstante, la memoria también enseña que la única paz posible es aquella que se construye fortaleciendo instituciones, respaldando las fuerzas legítimas de seguridad y reconociendo que la democracia no puede existir sin un Estado que funcione. Debilitar sus cimientos ya sea por acción armada o por discursos DESLEGITIMADORES— abre la puerta al colapso y al saqueo de la nación.

La polarización política y mediática es, en este sentido, una guerra de bajo costo, pero de alto impacto. No requiere fusiles, sino palabras; no necesita soldados, sino fanáticos. Sus efectos, sin embargo, son tan destructivos como los de cualquier confrontación armada: fragmentación social, pérdida de confianza institucional y aumento de la violencia.

De ahí que la responsabilidad ciudadana adquiera un carácter decisivo. Cada colombiano debe asumir que no puede ser soldado de esa guerra verbal. Disentir es legítimo, pero destruir al adversario con palabras cargadas de odio solo reproduce el ciclo de violencia. Si el país desea sobrevivir a sus propias heridas, debe aprender a discutir sin aniquilarse, a aceptar la diferencia sin convertirla en enemistad mortal.

La historia nacional ya cuenta con demasiados muertos para seguir cavando tumbas con enfrentamientos verbales. El reto consiste en educar a las nuevas generaciones en valores de respeto, diálogo y convivencia; en enseñar que la riqueza material es efímera y que lo único que permanece es el legado ético y cultural que dejamos a la sociedad.

En consecuencia, construir una paz duradera implica abandonar la lógica de las armas y de la agresión discursiva para dar paso a la producción de ideas respetadas, incluso por los contradictores. Solo mediante consensos amplios será posible garantizar un futuro en el que nuestros hijos hereden un país de convivencia pacífica y no un territorio corroído por la corrupción y el odio. Buen día muchas gracias.

DESARMAR LA PALABRA PARA CONSTRUIR LA PAZ

Neiva, agosto 17 de 2025

Por: Ulpiano Manrique Plata

Señoras y señores

En Colombia, la violencia no solo se expresa en las balas: también se dispara con las palabras. Cada tragedia nacional se convierte en un campo de batalla verbal donde las culpas vuelan como cuchillos invisibles. El asesinato de Miguel Uribe Turbay lo demostró: antes de que el país pudiera hacer duelo, los discursos ya estaban polarizando a la sociedad. De un lado y del otro se usan las tragedias como armas políticas, sin medir que cada palabra envenenada abre heridas más profundas.

Lo que está en juego hoy no es únicamente un gobierno, sino la estabilidad del Estado. Deslegitimar las instituciones bajo la excusa de la resistencia política significa debilitar la casa común que nos sostiene a todos. Y un Estado frágil no conduce a la renovación democrática, sino al caos y a la muerte de inocentes.

Mientras tanto, las Fuerzas Armadas, criticadas por unos y defendidas por otros según convenga, siguen siendo el escudo frente a amenazas reales. Soldados y policías mueren en emboscadas de grupos narcoterroristas, mientras la delincuencia común se expande en las ciudades con extorsiones, atracos y asesinatos selectivos. Muchas de estas órdenes provienen incluso de cárceles convertidas en centros de mando criminal, donde la tecnología se usa al servicio del delito.

La violencia armada se refuerza con otra no menos peligrosa: la mediática. En plazas públicas, noticieros y redes sociales, los líderes políticos convierten cualquier problema —antiguo o reciente— en un arma para desgastar al adversario. La información, en vez de orientar y educar, se manipula para exacerbar emociones y profundizar divisiones. El resultado es un país que se desangra entre acusaciones, sin memoria y sin confianza.

Este fenómeno no es principalmente ideológico: responde a intereses. Muchos partidos ya no defienden doctrinas ni proyectos de nación, sino patrimonios y cuotas de poder. En ese mercado político, la verdad se acomoda al mejor postor.

Frente a esta realidad, Colombia necesita menos ruido y más memoria. Nuestra historia está marcada por guerras civiles, violencia partidista y un conflicto armado prolongado. Hemos aprendido a resolver las diferencias con machete o fusil, alimentando una adicción crónica a la sangre del adversario. Sin embargo, debemos entender que la paz solo es posible si se fortalecen las instituciones y se respalda la democracia. Destruirlas con discursos incendiarios o debilitarlas con intereses mezquinos equivale a abrir la puerta al saqueo y a la anarquía.

La polarización es la guerra más barata y rentable que existe: no requiere fusiles, solo palabras; no necesita soldados, sino fanáticos. Pero sus efectos son tan letales como los de cualquier confrontación armada: fragmentación social, desconfianza y violencia multiplicada. Por eso, cada ciudadano debe asumir la responsabilidad de no ser soldado de esa guerra verbal.

Colombia necesita un nuevo pacto de convivencia. Uno que permita disentir sin destruirnos, discutir sin matarnos y reconocer que un adversario político no es un enemigo mortal. Esto exige educar a nuestros niños y jóvenes en valores, respeto y tolerancia; inculcar que la codicia y el odio no construyen futuro; y comprender que lo único que dejamos en esta tierra no son las riquezas materiales, sino el legado ético que transmitimos.

Construir una paz duradera implica abandonar las armas y moderar el lenguaje, producir ideas y respetarlas, incluso si provienen de los contradictores. Solo mediante consensos podremos garantizar a las próximas generaciones un país más justo, libre de la corrupción y de la violencia que lo han marcado.

Colombia ya ha pagado demasiado con sangre. No podemos seguir cavando tumbas con palabras que hieren más que las balas. La paz comienza desarmando la lengua y la mente, porque solo así podremos dejar a nuestros hijos un legado de convivencia pacífica.

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