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Opinión

domingo, 6 julio 2025

Colombia, entre la herencia comunera y los conflictos del presente

Por: Ulpiano Manrique Plata

Colombia es un país cuya historia política no puede comprenderse sin enfrentar las heridas profundas que aún permanecen abiertas. Tal como lo advertía el historiador Indalecio Liévano Aguirre, en su obra Los grandes conflictos políticos y sociales de nuestra historia, lo que hemos vivido desde la Colonia hasta nuestros días no ha sido una sucesión ordenada de instituciones, sino una prolongada lucha por la representación, la justicia y la dignidad del pueblo.

Hoy, cuando presenciamos una nueva polarización entre facciones políticas enfrentadas —llámense izquierdas o derechas—, es inevitable mirar atrás y recordar cómo estas pugnas han acompañado el desarrollo de nuestra nación desde sus orígenes. El conflicto entre centralistas y federalistas, liberales y conservadores se repite ahora con otros rostros, pero con la misma carga de exclusión, desigualdad e intereses mezquinos.

Un ejemplo paradigmático de esa lucha estructural se vivió en la Revolución de los Comuneros, el 16 de marzo 1781. En las fértiles tierras del Socorro Santander, en el entonces Virreinato del Nuevo Reino de Granada, se gestó una rebelión popular inédita en el continente: campesinos, artesanos y comerciantes, hartos de los abusos fiscales impuestos por las Reformas Borbónicas, se levantaron contra el poder colonial. Esta no fue una simple revuelta por el precio del tabaco o el aguardiente. Fue —como señala Liévano Aguirre— una explosión política anticipada, un despertar de la conciencia soberana que siglos después sigue latiendo.

En medio de esa efervescencia surgió la figura valiente de Manuela Beltrán, quien, en un acto simbólico de insurrección, rompió en público el edicto real que aumentaba los tributos. Con su grito “¡Viva el Rey, abajo el mal gobierno!”, encendió la chispa de una revolución que hoy, más de dos siglos después, aún nos interpela.

Al frente del movimiento se alzó José Antonio Galán, un líder que no solo exigía justicia tributaria, sino también la libertad de los indígenas, la igualdad entre razas y la redistribución del poder. Su propuesta era tan radical como visionaria. Por ello, fue traicionado, capturado y descuartizado. Pero su pensamiento sigue vigente como símbolo de resistencia popular.

Liévano Aguirre fue claro al advertir que la historia de Colombia está atravesada por una fractura estructural entre el pueblo y las élites, entre los que concentran el poder y quienes exigen participación real. Esa fractura no ha sido sanada. Por el contrario, se ha enmascarado bajo nuevos discursos, nuevas institucionalidades y, más recientemente, bajo pactos rotos y promesas de paz que no alcanzan a transformar las raíces de la exclusión.

Hoy, cuando las noticias nos muestran un país aún dividido por la violencia política, por el narcotráfico y por la corrupción, mirar hacia los comuneros no debe ser un acto de folclor o de homenaje vacío. Es un ejercicio de memoria activa, una invitación a comprender que nuestras luchas actuales por una democracia más justa no surgieron ayer, sino que vienen de lejos, y siguen reclamando respuestas urgentes.

En tiempos donde la historia parece repetirse con nuevos nombres, pero con viejos vicios, recordar a Galán, a Manuela Beltrán y a los miles de comuneros anónimos no es nostalgia: es una necesidad política. Es reafirmar que el verdadero cambio no vendrá de la polarización, sino de la voluntad colectiva de un pueblo que, como hace más de dos siglos, sigue diciendo: basta al abuso, y sí a la justicia.

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